Cuando aquel amigo se refirió a una localidad llamada “Puerto Yepepí”(*), creí que me hacía una broma.
Me pareció raro, porque a quien no conoce guaraní, le informamos que “yepepí” es el acto, esencialmente femenino, de levantarse las polleras y mostrar la ropa íntima, o a falta de ella, lo que debería esconder, a manera de invitación, desafío o burla.
Precisamente, ese significado de la palabreja es lo que me sumió en el desconcierto, pero las cosas se aclararon para mí, cuando un veterano de la Guerra del Chaco me explicó que el nombre venía de cuando los bulliciosos barcos navegaban aguas arriba, llevando tropas para el combate, allá en las soledades de la Región Occidental, y remontando el río Paraguay.
Me contaba el veterano que en el lugar que es hoy el Puerto Yepepí, innumerables mujeres, que lavaban ropa en las aguas del río, recibían el estruendoso saludo de los soldados, y uno que otro piropo de subido color.
En respuesta –me decía el veterano- las mujeres no se quedaban atrás, y haciendo el yepepí de sus polleras, exhibían los dones del amor de los que los valientes soldados se verían privados vaya a saber por cuánto tiempo.
Por encima de lo pintoresco de este intercambio de ánimos juveniles, se puede encontrar un significado profundo. Y el denominador común era la alegría, incluso, una inocencia raigal de aquellos muchachos que iban a la guerra sin tristezas ni miedos, sino con espíritu festivo, y también inocencia en aquellas mujeres que parecían querer que aquellos hombres de su tierra, que quizás iban a morir, llevaran en sus retinas la promesa y la invitación de un amor cálido en floración de sangre joven.
No había, entonces, en aquellos intercambios nada feo, sino sencillamente la intensidad de una raza que vive la pasión de su clima y de su naturaleza.
En Asunción quizás, más culta, más paqueta y más refinada, fuera el vuelo de pañuelos modosos, pero allá en la calidez de la campiña bañada por el río, la espontaneidad de una invitación y una promesa surgidas de una desinhibición inocente, sin la mancilla del erotismo deliberado que vemos en otros estamentos más sofisticados de las relaciones humanas.
No se trataba, por cierto, de la solemnidad de la madre espartana que despedía al hijo que iba a la guerra diciéndole que vuelva victorioso o muerto sobre su escudo.
Era sí, otro tipo de despedida en la que el combatiente llevaba en su espíritu aquella promesa de amor y fecundidad insita en el “yepepi” y que adquiría significado profundo ante la presencia de la muerte que tendía sus alas como telón de fondo para la llamada, el desafío, la invitación y la incitación del acto de amor, más que simbólico en aquellos casos.
Alguna vez navegaré por el río Paraguay, y pediré a los baqueanos que me muestren el Puerto Yepepí. Quizás allí ya no haya mujeres que laven la ropa en la costa del río, o si los hay, hayan olvidado el gesto aquel que era una suerte de contribución al esfuerzo bélico, porque acentuaba la feminidad de aquella que esperaba y la masculinidad del que iba a combatir, quizás a morir.
Entonces, allí, frente a Puerto Yepepí, recordaré a aquella gente sencilla y sin falsas modestias que pertenecieron a una generación que no le temió a la guerra, a ella fue y la ganó.
Rendiré homenaje al soldado, y a la doncella de muslos morenos que parecía ofrecer otra victoria al soldado que no regresaría vencido ni muerto sobre su escudo, sino a seguir luchando, trabajando, amando y multiplicando la milagrosa simiente de nuestra raza paraguaya.
(Mario Halley Mora)