Fuente: Todos somos Latinoamérica
Por: Ernesto Samper Pizani
La región latinoamericana atraviesa por una profunda crisis
política, resultado del agotamiento, en casi todos los países del sistema
representativo conformado por partidos, congresos y ejecutivos
presidencialistas y el surgimiento de poderes fácticos, agentes sociales y
económicos que actúan políticamente sin asumir ninguna responsabilidad ni
someterse a los controles propios de la institucionalidad democrática. Se trata
de conglomerados económicos, grupos comunicacionales, jueces y fiscales
convertidos en protagonistas mediáticos, organizaciones no gubernamentales
internacionales, agencias calificadoras de riesgos-país y comunidades
virtuales que, al asumir estos roles de representación colectiva, crean
escenarios de inestabilidad.
La irrupción de tales poderes ha minado la confianza de los
ciudadanos en las instituciones democráticas, especialmente las políticas, como
la institución presidencialista, cuyo deterioro analizamos en nuestra última
entrada (Puede leer: Presidencialismo, parlamentarismo y crisis de
gobernabilidad en América Latina). Como consecuencia de la invasión de estos poderes,
la política, entendida como tarea de representación de intereses
colectivos, ya no la ejercen los políticos, sino periodistas, jueces, fiscales,
voceros de organismos internacionales y comunidades en red que actúan como
fantasmas digitales (Byung-Chul). Lo hacen, algunos sin saberlo, a nombre de un
nuevo partido, el de la anti-política, la política sin políticos, como la
cerveza sin alcohol o el café sin cafeína.
Frente a la realidad avasallante de estos poderes fácticos
insurgentes, los partidos latinoamericanos, en lugar de reinventarse, se
refugiaron en sus viejos cascarones clientelistas creyendo con ello que
garantizaban su supervivencia. Las posibilidades de reinvención del sistema
representativo dependen de su capacidad para fraguar partidos y movimientos a
manera de frutos, de alianzas progresistas con bases sociales, nuevos
liderazgos y formas de democracia participativa. A través de ellas, deberá
legitimarse el protagonismo de nuevos actores sociales para que las relaciones
desiguales de poder, que actúan como verdaderos fascismos sociales, se
transformen en relaciones de autoridad compartida (De Sousa Santos).
La nueva dinámica política señala un camino para abatir los
poderes de hecho y recuperar la legitimidad perdida. Habrá de apoyarse en
conceptos de inclusión novedosos como el buen vivir -Suma qamaña en aimara o
Sumak kawsay en quechua-, y en el cambio de los viejos sistemas de
representación política para acercarlos a un modelo de semi-parlamentarismo
apoyados en una utilización más intensa de las redes sociales.
Las redes
La preocupación por el impacto político de las redes es
relativamente reciente. A semejanza de los años 60 y 70, cuando la aparición de
movimientos reivindicativos de obreros, campesinos, estudiantes, grupos
ambientalistas y protestas de género, provocó un movimiento sísmico político
contra el capitalismo, hoy la aparición de las redes sociales causa un
traumatismo similar en la narrativa política y el ejercicio de la política. Las
redes han resultado muy positivas en la convocatoria de causas sociales y la
construcción de nuevos criterios de relación con la ciudadanía y la acción
política (De Sousa Santos) así como la lucha contra la inmoralidad, la
concentración de la riqueza, la contaminación ambiental, la discriminación
racial y sexual y el fortalecimiento de la solidaridad, la interculturalidad y
la defensa del cambio climático. No obstante, también han demostrado un
importante poder desestabilizador cuando se han utilizado, de manera negativa
para conseguir propósitos partidistas a cualquier precio.
Este populismo, asociado en la actualidad con movimientos de
derecha, comienza a amenazar los progresos en materia de derechos civiles,
conseguidos durante los últimos cincuenta años como consecuencia de la
contención del racismo, la homofobia y los dobles discursos sobre lo femenino
(Ocampo).
Vivimos en un panóptico digital dependientes de unas redes que nos
intercomunican en medio de una transparencia hiperrealista sin filtro alguno
(Byung-Chul). En los términos del viejo profeta Marshall Mc Luhan, no hay medio
ni mensaje, solo una gran RED que sirve de escenario y transmisor al
mismo tiempo de sucesos virtuales. A través de las redes se transmiten
emociones, pasiones e informaciones, pero sobre todo, se arman escándalos. Así
se movieron millones de jóvenes egipcios durante la Primavera Árabe cuando se
concentraron en la Plaza Tahrir sin que los comandara un líder o siquiera un
libreto: solo unas cuantas efectivas consignas de 140 caracteres. También, a
través de ellas se movilizaron los sentimientos xenófobos ingleses que
preconizaban el Brexit, lo que llevó a la salida del Reino Unido de la Unión
Europea. En Colombia, las mismas redes consiguieron convocar todo tipo de
odios, para hundir el plebiscito por la paz sin que los colombianos, como lo
probaban las encuestas en ese momento, estuvieran en contra de ella.
Como en el mito de la caverna de Platón, las ideas que transmiten
las redes ya no representan las cosas como sombras suyas: se han convertido en
las mismas, pero en una dimensión distinta, la de lo virtual.
Estos hechos virtuales se convierten en reales cuando los recogen
los medios de comunicación, validándolos muchas veces sin aplicar los
protocolos éticos sobre la verificación y cotejamiento de noticias y fuentes.
Como poderes fácticos, los medios cumplen el papel político de dar el soplo de
la verdad a los hechos virtuales. Así nace la posverdad.
El término de “posverdad”, considerado por el Diccionario de
Oxford como la palabra internacional del 2016, fue desarrollado por el filósofo
Zygmund Bauman para explicar cómo el individuo de hoy, influido por los códigos
informativos, los eslóganes engendrados en la publicidad y los trinos de
Internet, ha reemplazado sus viejos esquemas de identidad, apoyados en valores,
creencias y reflexiones, por una nueva cultura, la cultura flexible e
insensible: la cultura de la posverdad (Ocampo Madrid). En este nuevo
mundo, la realidad falsa se convierte en verdad virtual, es la ilusión de
la mentira convertida en verdad (Vargas Llosa).
La transparencia termina, como atributo de la información,
transformada en la máscara tras la cual se oculta la posverdad. En aras de la
bandera de la transparencia absoluta que enarbolan los poderes fácticos, se
somete a los ciudadanos a la tiranía de la observación permanente, el escrutinio
de cada uno por parte del otro y el acoso que rompe las barreras de la
intimidad.
Las redes han invadido sin contemplaciones este primer círculo de
la vida privada, en el cual el hombre reitera su identidad a través de la
afirmación de su propia individualidad. Tal invasión puede ser mucho más
destructiva que el poder político porque vigila, mueve y controla a los hombres
no desde afuera, en colectivo, sino desde adentro (Byung-Chul). Sin la
garantía de la intimidad, se ponen en peligro la honra, la discreción de la
diplomacia, el valor estratégico de la reserva en lo que tiene que ver con las
decisiones del Estado y hasta el disfrute de la apariencia. Es el mundo de la
máscara y el secreto, según la idea de Nietzsche utilizada antes en liturgias,
carnavales y representaciones de teatro.
En síntesis, la posverdad es una mentira o intento de verdad
prefabricada, que alimenta las democracias de baja intensidad y que, sin un
programa definido ni legitimidad que los distinga, está reemplazando las
anacrónicas democracias representativas de América
Latina. Al final, el paradigma de la transparencia absoluta en
medio de la posverdad termina despolitizando la política.
El papel de los medios
La “cámara de eco” (Calvo) explica la manera como los votantes
repiten los discursos políticos de las élites, pensando que multiplican así los
suyos. Las redes crean un espacio virtual donde la información que recibimos se
comporta como un eco de nuestros prejuicios y creencias sobre el mundo (Calvo).
En la medida en que los medios amplían el ámbito de su interacción con la
cámara de eco, contribuyen a que las verdades virtuales, se conviertan en
noticias reales y entren a formar parte de la opinión pública.
Un caso reciente en Colombia tiene que ver con la noticia
histórica de la dejación de armas de las FARC que contó con el monitoreo de una
misión de las Naciones Unidas. El acto final ponía fin a un conflicto de medio
siglo. Sin haber terminado la ceremonia formal, la oposición, liderada por el
ex presidente Álvaro Uribe, se apresuró a lanzar una dura campaña en sus redes
para desconocer el hecho, cuestionar el número de armas entregadas y
poner en duda la buena fe de los firmantes de los Acuerdos de la Habana.
A través de falsedades, rumores y noticias temerarias, transmitidas a través de
sus medios masivos, necesitó pocas horas para confundir a la opinión pública
sobre el importante valor de la entrega de armas, por parte de más de 7.000
guerrilleros, que llevan varias semanas concentrados para efectuar la ceremonia
en veintisiete zonas veredales.
Los medios no deben confundir el poder movilizador de las redes
con situaciones colectivas de identificación o apoyo político. En el reino del
Twitter todos los días celebramos, insultamos y nos movilizamos para derrotar
la irracionalidad, el cinismo y la falta de sentido de otra comunidad, por el
simple hecho de que piensa distinto a nosotros (Calvo).
Nunca habíamos avanzado tanto, como hoy, en el conocimiento de
nosotros mismos como sistema global, y tan poco en la conciliación de nuestras
diferencias políticas y culturales. Es el triunfo apoteósico de la
trivialización, de ver el mundo a través de la ventana estrecha de 140
caracteres, donde los vacíos de trascendencia son llenados por los cursos de
superación personal, las religiones circenses o el escape facilista de las
drogas (Vargas Llosa). El insulto se convirtió así en el medio más eficaz
del ignorante para igualarse intelectualmente al sabio (de Sousa Santos).
La credibilidad de los medios como voceros del interés
público ha sido cuestionada. Sin regresar a la época en que éstos eran voceros
de intereses claramente partidistas, algunos de ellos invaden el terreno de lo
político como voceros de intereses particulares, como sucedió en el
derrocamiento de la Presidenta de Brasil, el triunfo del NO en el plebiscito
por la paz en Colombia, o la victoria de Trump en los Estados Unidos. Algunos
gobiernos han respondido a esta invasión tomando posiciones en medios públicos,
privatizando los que ya existen o censurando la libre información.
El poder de los medios no se agota en la denuncia sino en su
capacidad silenciosa de invisibilizar hechos y personajes. Si alguien no
comparte un criterio, discrepa de los intereses que defiende algún grupo
comunicacional o es considerado sospechoso, no se le ataca: se le desaparece.
El mito tiene una gran fuerza explicativa sobre la forma como la
función representativa de la política ha sido desbordada por la sociedad de la
información, construida gracias a medios y redes sociales. Las sombras de las
cosas que perciben los cautivos no son realidades objetivas, como en Platón
sino eslóganes, imágenes, trinos y titulares que simplifican la realidad
reduciéndola a un caleidoscopio de alternativas efímeras. En ese anfiteatro
virtual, los ciudadanos aparecen encadenados por ilusiones escénicas
(Byung-Chul) que protagonizan actores políticos tradicionales o nuevos
protagonistas a través de las redes y telarañas mediáticas.
La judicialización mediática
El vacío de representación política también ha sido ocupado por
jueces y fiscales que, proyectados a través de los medios de comunicación que
los ensalzan, han terminado por convertirse en poderes que actúan como
árbitros de diferencias entre los actores políticos, mientras que estos
han terminado por trasladar a los estrados judiciales las diferencias y debates
que antes se planteaban y resolvían en los escenarios democráticos.
Esta circunstancia ha sido aprovechada por algunos medios de
comunicación y no pocas redes sociales para tomar partido a favor o en contra
de determinadas causas políticas judicializadas y orientar la tarea de
investigadores y jueces mediante filtraciones de partes relevantes de los
expedientes, interrogatorios de testigos falsos y proyectos de sentencias y
decisiones judiciales que, publicadas, vulneran el derecho de defensa de los
acusados y desorientan a la opinión pública. Una cosa es que los medios, en
cumplimiento de su misión informativa, hagan un seguimiento riguroso de los
procesos que involucran actores políticos, denuncien casos de corrupción y
desviaciones de poder. Otra, muy distinta, es que algunos de ellos, como ha
sucedido recientemente en muchos países, se conviertan, a través de los jueces
y fiscales asignados a los casos, en partes interesadas en investigaciones y
juicios y en instrumentos de intereses que los manipulan.
Los jueces, actuando como poderes fácticos, han legitimado
rupturas democráticas, como con el aval que dieron al proceso de destitución
por el Congreso del Presidente Fernando Lugo en Paraguay en 2012 y en 2016 al
de la Presidenta Dilma Russeff en Brasil. Estos son casos paradigmáticos
de golpes de Estado no militares como resultado de alianzas perversas entre
ramas parlamentarias y judiciales. Podría ser también el caso de la decisión,
ampliamente publicitada y anticipada, del Juez Moro del Brasil de implicar
judicialmente al expresidente Lula da Silva soslayando normas elementales del
debido proceso.
Precisamente, la judicialización de la política ha afectado
también el derecho universal de los ciudadanos al debido proceso, entendido
como una garantía de la que goza un ciudadano para ser juzgado y vencido
en juicio a partir de una presunción de inocencia bajo la protección de la
reserva del sumario, la posibilidad de controvertir pruebas y la de hacer
uso de distintas instancias de defensa. La vulneración de estos principios del
proceso, sumada a la intervención abrupta de jueces fiscales, apoyados
por medios y redes, ha recordado los procesos albaneses, cuando los
acusados eran llevados a los estadios para que la muchedumbre, “el pueblo
soberano”, los condenara ante la mirada pasiva de jueces y autoridades.
¿Quién repara el daño causado a la honra de las personas cuando,
producida la sentencia ya ha sido investigado, juzgado y generalmente condenado
en los medios y las redes? ¿Quién se enteró del fondo del proceso de
destitución de la Presidenta Rousseff? ¿Quiénes conocieron los cargos imputados
o supieron que los mismos –ordenar unos traslados presupuestales - no
constituían razones criminales por los que podía ser procesada? ¿Supo la
opinión nacional e internacional que había un acuerdo, liderado por un personaje
siniestro que hoy día está en la cárcel, para sacarla de la Presidencia y
despejar el camino para la defensa de muchos parlamentarios acusados de cargos
de corrupción que votaron para reemplazarla por alguien que hoy está en
parecidas dificultades? El proceso adelantado contra Dilma Rousseff emula
en su importancia histórica al caso Dreyfus y es clara muestra del poder de la
judicialización de la política. Su más lamentable resultado es que la única
persona inocente en medio de la tormenta desatada, la Presidenta, debió
abandonar el poder por exigencias parlamentarias avaladas por la justicia
brasileña.
El papel de las organizaciones no gubernamentales y las agencias
calificadoras de riesgo
En el mundo existen diez millones de organizaciones no gubernamentales.
Se trata de agrupaciones de ciudadanos voluntarios sin ánimo de lucro que se
organizan en el nivel local, nacional o internacional para abordar cuestiones
de interés público (Naciones Unidas). No están obligadas a rendir cuentas de su
gestión internacional, con excepción de las que establecen los reglamentos para
cumplir con sus donantes y benefactores y aquellas a las que las obligan las
leyes de los países donde cumplen con su labor. Las ONG cubren un vasto campo
de actividades donde sobresalen las que defienden los derechos humanos y el
medio ambiente. Lamentablemente, algunas de ellas, fuertes y poderosas,
intervienen de forma abierta en los países donde se localizan. En lugares como
Bangladesh, Camboya y Haití, su intromisión ha sido considerada caótica,
costosa e inoportuna. Como sentenció Evo Morales, “algunas de estas
organizaciones solo nos usan a los pobres, a los indígenas y al medio ambiente
para que sus funcionarios vivan bien en medio de lujos”.
Durante mi gobierno, una ONG de un país europeo que defendía una
etnia del Caribe conformada por unas pocas familias, apoyó de manera obstinada
y eficaz la pretensión de estas últimas de recibir una exagerada suma de dinero
que debía repartirse entre las familias indígenas, a cambio de permitir la
construcción de un embalse. La obra debía regular el flujo de dos grandes ríos
que, en tiempos de invierno, inundaban las tierras agrícolas y afectaban las
posibilidades de supervivencia de más de 300.000 familias campesinas. La ONG
paralizó durante más de cinco años el otorgamiento de préstamos de la Unión
Europea para la terminación de la obra, hasta que, al final, se pagaron las
ambiciosas pretensiones económicas de los nativos. Esta historia,
parecida a la de otras organizaciones internacionales defensoras de los
derechos humanos de claro corte intervencionista, empaña la tarea que de manera
noble y abnegada cumplen otras organizaciones.
Un caso especial del efecto disruptivo que pueden producir
estos agentes externos se comprueba viendo el papel de las agencias
internacionales calificadoras de riesgos de empresas y países. Tres de
ellas – Moody’s, Standard Poor y Fitcher Ratings - controlan el 95% del mercado
de calificaciones de desempeño económico del mundo. Las tres tienen dudosas
relaciones institucionales con poderosos actores financieros mundiales, como el
caso de Moody’s uno de cuyos propietarios, la sociedad Berkshire
Hathaway, tiene como accionista a Bill Gates. En 2008, estas mismas agencias le
otorgaron la calificación privilegiada de seguridad y solvencia a las hipotecas
basura que vendía la compañía Enron pocos días antes de que quebrase. Semejante
circunstancia llevó al Congreso de los Estados Unidos a señalar a las tres
agencias como corresponsables de la crisis financiera entre 2007 y 2008. Alguno
de sus directivos señaló en una audiencia pública, sin ningún rubor, que el
propósito de su agencia no era la objetividad en sus estudios, sino la
satisfacción de los clientes que los financiaba (CELAG).
La democracia participativa: Una salida
Los primeros años del siglo XXI fueron muy importantes y positivos
para América Latina. La región observó unos niveles aceptables de crecimiento
económico, que pudo convertir en mayores logros en materia de inclusión social
cuando ciento veinte millones de sus habitantes salieron de la condición de
pobreza absoluta. Algunos países institucionalizaron este esfuerzo de
inclusión en sus constituciones, al introducir el concepto de estados
plurinacionales. La crisis económica de 2014 puso en situación de riesgo los
avances en materia social, y alteró la gobernabilidad democrática al deteriorar
la legitimidad de los sistemas políticos de corte progresista.
El déficit de representación política se debe cubrir con nuevas
formas de participación popular que contribuyan a reducir la exclusión social,
que ha convertido la región en la parte del mundo con peores niveles en materia
de distribución del ingreso. La superación de la desigualdad social y el
tránsito a sistemas semiparlamentarios de gobierno (Samper Pizano) constituyen
la estrategia básica para contrarrestar el avance de los poderes fácticos, y
asegurar una mayor legitimidad social basada en la inclusión. En este modelo
participativo los actores políticos, a través de partidos-movimientos que
reflejen alianzas entre partidos y movimientos sociales, deben empezar a
actuar activamente en la representación efectiva de los intereses de la
ciudadanía. Tal propósito inmediato debe anclarse en el respeto de raíces
ancestrales como el culto a la tierra, la solidaridad colectiva, el buen vivir
o el ejercicio autónomo de la soberanía.
La posibilidad, que hoy parece ser una condición divisiva en
nuestras sociedades, de conseguir una convivencia simultánea entre el derecho a
la igualdad social, y la diferencia cultural, cumplió un papel fundamental de
control social en las comunidades indígenas que poblaban estas tierras antes de
que llegara el poder avasallador del mestizaje. A estos fundamentos
identitarios, como parte de un proyecto político regional, se suman otras
figuras institucionales como la centralidad del Estado, la plurinacionalidad,
la función social de la propiedad privada, el respeto de los derechos humanos,
la paz, la soberanía, el mercado como simple referente económico y la
inclusión social como obligación del Estado y derecho de los ciudadanos. Los
nuevos actores de esta forma de democracia participativa serían unos nuevos
partidos convocados en torno a proyectos sociales incluyentes,
democráticos y productivos. Solo a través de esta nueva configuración
democrática será posible hacer el tránsito de la actual situación de
democracias presidencialistas de baja intensidad, sostenidas por
viejos partidos representativos dedicados a la defensa del status quo (de Sousa
Santos) a democracias participativas de alta intensidad, semiparlamentarias,
alimentadas por partidos que ofrezcan propuestas de inclusión social concretas
sostenibles y legítimas.
Estos nuevos partidos deben convertirse en los partidos del hombre
común de los que hablaba Gandhi.
Epílogo
El 63% del mundo está hoy gobernado por democracias
parlamentarias. Las democracias occidentales atraviesan por una situación de
evidente descrédito por el impacto, no asimilado políticamente, de las
recientes crisis económicas aumentadas por las redes con falsas noticias y
escándalos. Los ciudadanos comienzan a desconfiar de la posibilidad de que a
través de procesos democráticos, puedan tramitar sus aspiraciones de cambio y
se sienten atraídos por salidas autoritarias.
La mala economía ha traído consigo la mala política.
La acción de unos poderes fácticos encarnados por actores sociales
y económicos que actúan políticamente sin asumir responsabilidad alguna se
convierte en amenaza real de ruptura democrática que ha llevado la
política al terreno del pragmatismo donde los conflictos se agudizan y
multiplican. La política se ha vuelto una bebida instantánea donde solo existe
y solo vale lo que pasa. Este cuadro de crisis, particularmente grave en
América Latina, únicamente podrá superarse con nuevas formas de democracia
participativa con base en partidos-movimiento resultantes de alianzas de
partidos renovados y movimientos sociales, que, a través de sistemas
parlamentaristas de gobierno, aseguren mayor presencia del Estado legitimada
por políticas sociales realmente incluyentes, productivas y sostenibles. Es el
único camino que queda para derrotar los poderes fácticos que están erosionando
seriamente la estabilidad, la paz y la democracia en América Latina, como en el
pasado lo lograron las dictaduras militares. Solo que ahora lo hacen de forma
más imperceptible.
Referencias Bibliograficas
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Documento CELAG. 2015.
-ATRAPADOS EN LAS REDES.
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-Byung-Chul, Han EN EL
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-Calvo, Ernesto. ANATOMIA
POLITICA DEL TWITTER EN ARGENTINA. Capital Intelectual. 2015.
-De Sousa Santos, Boaventura.
DEMOCRACIA Y TRANSFORMACIÓN SOCIAL. Siglo Veintiuno Editores. 2017
-Eco, Umberto. NUMERO CERO.
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-Jaramillo Jassir,
Mauricio PODERES FACTICOS COMO LIMITACION A LA DEMOCRACIA EN LAS ENTRAÑAS
DE UNA NUEVA AMENAZA CONTRA EL ESTADO DE DERECHO. Unidad de Análisis Politico
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-Ocampo Madrid, Sergio.
POSVERDAD: CUANDO DECIR HOLA SE VUELVE UNA CHARLA FRANCA. El Tiempo. Abril 2017.
-Samper Pizano, Ernesto
PARLAMENTARISMO: UNA SALIDA A LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD EN AMERICA
LATINA?. Revista Escenarios. Foro de Biarritz. 2004.
-Vargas Llosa, Mario. LA
CIVILIZACION DEL ESPECTACULO. Alfaguara.
2012.
-WHAT’S
GONE WRONG WITH DEMOCRACY. The Economist. Marzo 2014.
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