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sábado, 1 de diciembre de 2012

Masculinidades en disputa en el Paraguay y la mesacre en Curuguaty


Por Pelao Carvallo
Ante la demanda de resistencia que le hiciera Domingo Laíno, para enfrentar el golpe de estado parlamentario,
durante esos oscuros días de junio, Fernando Lugo habría contestado: “Yo no soy Allende"
Esa declaración se constituye en el único acto revolucionario por el cual se le podría reconocer un liderazgo histórico a Fernando Lugo, incluso a nivel latinoamericano y del caribe.
Porque es muy revolucionario desprenderse de la retórica militarista, violentista y machista que impregna la simbólica resistente en la izquierda de nuestra región. No ser Allende requiere de una valentía muy grande. Porque lo que se espera de un político de izquierda (como sea que fuere esa izquierda) es que, llegado el caso, sea Allende o el Che o, bueno, cualquiera de esos que toma las armas y muere o lo matan en el combate. Hay un mandato moral, de ser Allende, en las horas trágicas. Y solucionar el asunto a balazos y pasar de ser un presidente vivo a “carne de estatua” como decía el mismo Allende.
La forma de entender la práctica política en situaciones de crisis en Paraguay responde  a una forma de entender la masculinidad en el poder y como poder, identíficandola estrictamente con prácticas de violentismo, uso de las armas, ejercicio verticalista del poder, autoritarismo, despliegue y demostración de fuerzas, caudillismo. Una masculinidad en el poder que replica la construcción colorada, estronista, de la masculinidad en el poder y la mantiene y sostiene en el tiempo. Por ello es tan difícil romper con el poder colorado…. puestos a elegir, es preferible el original a la copia.
En ese sentido, el “Yo no soy Allende” de Lugo marca un hito en cuanto a romper con la preponderancia cultural-política del coloradismo en el Paraguay. Porque ser Allende, responder a la amenaza de muerte con las armas de la muerte, disponer la carne al sacrificio heroíco, entregarse a la lucha y al combate guerrero, ser un caudillo vociferante exigiendo la resistencia total, son los versioneos de la izquierda al cantito de la derecha, que ha hecho del golpe de estado su forma habitual de recomponer el poder.
Y el poder que quería recomponer la derecha era también el poder de esa forma estronista de  masculinidad. Para ello requería un comportamiento, de quienes hicieran resistencia, acorde a esa nmasculinidad. Requerían un tipo de resistencia que reconstruyera y recreara la masculinidad estronista que nos quieren reimponer: una resistencia heroica, aguerrida, innegociable,  intransigente, con liderazgos claros y combativos. Para un combate entre machos, está claro. Un combate entre machos que reelitizara la política rápidamente, que negara las voces que cuestionan esa construcción de masculinidad por el mero hecho de no dar espacio en el conflicto a esas otras voces. Exclusión de lo femenino, de lo trans, de masculinidades disidentes, raras, perturbantes. En ese juego, la izquierda en general cae redondita: los liderazgos que construye (y el mero hecho de construir liderazgos) son bajo el formato cupular, verticalista, elitista y machista propio de los colorados.
Entonces, por esos días fatales de junio, Lugo deja de ser Allende. Y por no ser Allende es que permite un suceso como el 23 de junio. Porque el 22 de junio junto con el golpe de estado parlamentario, Lugo también asesta un golpe al afán de la izquierda de ser una repetición del coloradismo. Es cierto que no va a la plaza, es cierto que la gente de la plaza resistió más que él, pero al mismo tiempo no ir a la plaza permitió que no surgieran heroísmos, ni deudas morales que pagar a esos heroes; no ir a la plaza siginificó enfrentar la resistencia libres de carga y con un amplio campo para la inventiva. Permitió, el no ir a la plaza, que  sucediera lo de la TV Pública.
La TV Pública (y Radio Nacional minutos antes) fue la concreción de la capacidad autónoma de resistencia de una base popular asuncena que respondió a sus impulsos solidarios antes que a los cálculos políticos. Y esa base autónoma -surgida de múltiples experiencias autónomas vividas a lo largo de la era Lugo- vino a reconstruir a quien quisiera ser reconstruido: a la izquierda, a Lugo, etc etc. Pero sobre todo se construyó a sí misma dando mil voces a la resistencia, desde posiciones distintas a la de la masculinidad dominante, que quedó reducida a un pequeño juego de guardias izquierdistas en las esquinas de la calle alberdi, espejo de la policía frente a ella.
Tampoco se trata de convertir a Lugo en un adalid de una masculinidad divergente. Demasiado claros son sus esfuerzos por comportarse según los dictámenes de la masculinidad estronista dominante en Paraguay: sus hijos no reconocidos, su apego al uso del poder como medio de conquista sexual, etc. Lo que es de destacar es que presentó una masculinidad en conflicto, no sólida ni recreante de manera sólida de las exigencias políticas del estronismo colorado: a la hora del ejercicio las faldas llamadas sotana hicieron algo en la dimensión de género de la conducción del poder ejecutivo. Para ello un breve apunte: todos los cambios de ministros correspondieron a hombres. Las mujeres fueron excepcionalmente cuidadas. Sólo una, Lilian Soto, abandonó el cargo antes del fin del gobierno y fue a petición propia. Digamos que la conflictividad con que encara género y política permitió abrir espacio incluso pese a él (conflictividad, no crítica).
Esa actitud, reafirmada durante el golpe de estado parlamentario, no debería haber sido una novedad. De hecho la frase “Yo no soy Allende” es posible rastrearla en su boca hasta el año 2007 al menos, con lo cual se constituye en una estrategia de hacer política. La sorpresa de esta frase y de esta forma de hacer política fue para una izquierda con masculinidad dictatorial, sorda a escuchar lo que no está dispuesta a aceptar.
La necesidad de la derecha de reconstruir la fortaleza ideológica de la masculinidad estronista en la  práctica social y política paraguaya resultó en una estrategia de derribo fáctico del poder ejecutivo y de las prácticas políticas que rompian con esa masculinidad. En ese sentido es posible leer también el fin de los programas Abrazo y Tekoporá. Pero, ante todo, en ese sentido podemos leer la masacre de Curuguaty.
La masacre es el abuso, el poder del dinero, la injusticia, la desvalorización total de la vida, la muerte de 17 personas, la desaparición de algunas (no sabemos el número) y todos los atropellos consecuentes, con la prisión e imputación de decenas de personas. Pero la masacre es también la reincorporación de las prácticas policiales al conducto de la masculinidad estronista. El procedimiento dialógico y negociante que había impuesto Carlos Filizzola como conducta regular para enfrentar desalojos y allanamientos en tierras malhabidas recuperadas venía a romper las prácticas policiales que permitían sostener el tipo de masculinidad estronista: la irreflexibilidad, el mero recurso de la fuerza, la brutalidad y el desempeño aprofesional. Estas prácticas fueron desplazados por la necesidad de potenciar otras habilidades, correspondientes a otras masculinidades: una actitud dialógica, negociadora, capacidades de empatía y de racionalidad se pusieron en juego y eso desarticuló la base ideológica de control colorado de los cuerpos y las mentes policiales. La masacre de Curuguaty vino a restablecer el estado de cosas anterior al Procedimiento Filizzola. De hecho lo primero que cae en el golpe es el Procedimiento, después el ministro Carlos Filizzola y después Fernando Lugo. En lo simbólico el grito de muerte del coloradismo estronista eliminó 17 vidas y reordenó el poder hacia la masculinidad que se sentía amenazada (la masculinidad estronista) comenzando desde la policía.
En ese reordenamiento estamos, intentan las masculinidades de derecha seguir imponiéndose en todo el espectro, que nuestras respuestas a la represión sigan el guión autoritario y heroicista que nos ordena, someternos a sus dictados y que reflejemos su cultura, conviertiéndonos en base para su encumbramiento.
Esta actitud irreflexiva de la izquierda, que repite tal cual un coro lo que la masculinidad dictatorial impone, por suerte viene siendo quebrada desde distintas perspectivas desde la autonomía y autogestión política. Grupos feministas, colectivos queer y otros antimilitaristas, anteceden y rebasan por los bordes a las ganas de someterse que tiene la masculinidad actual de izquierda, sin más horizontes que ser un espectro de la masculinidad estronista. Por suerte, la conflictividad en el tema de Lugo ha abierto un espacio que debería ser considerado en profundidad.
“Yo no soy Allende” quiere decir también no tenemos porque ser Allende, podemos no ser Allende, podemos construir otro tipo de respuestas a la crisis, otras formas de rehacer masculinidades desprendiéndonos de la impronta estronista colorada.

Pelao Carvallo
Londres, oficina de la WRI/IRG
29 de noviembre 2012

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